Juan López llegó al Swissôtel Lima con la maleta llena de técnicas, sabores y memoria mediterránea. Ha pasado por fogones que han ganado estrellas y cocinas de hoteles donde el lujo convive con la precisión. Su hoja de vida incluye nombres como el Hotel Arts de Barcelona, parte de la cadena Ritz-Carlton, donde el estándar no es simplemente alto: es absoluto. Trabajó junto a Sergi Arola, del restaurante Gastro con dos estrellas Michelin, en Madrid.
Con pocos meses en Lima, La Locanda se enfrenta a retos ya conocidos y otros nuevos. Un país con la biodiversidad del Perú siempre es un desafío para un chef. Además, los hoteles cuentan con protocolos estrictos de higiene y seguridad alimentaria propios de cada cadena, sumados a las normas locales. Esto convierte a sus cocinas en terrenos nada fáciles para la creatividad.
Las reglas –por seguridad, por consistencia o por normativa– son muchas: no se puede usar pescado que no haya sido previamente congelado en una cadena de frío certificada: hay controles estrictos de temperatura y una prohibición de ingredientes de riesgo, entre otras limitaciones.
Pero Juan no se queja: juega con esas condiciones que ya conoce muy bien y las convierte en oportunidades.
Su carta demuestra que las buenas prácticas de manipulación no tienen que estar reñidas con la creatividad, ni con el resultado óptimo o la frescura del producto. Además, propone otros desafíos. Apuesta por la sostenibilidad, utilizando ingredientes locales como la chita o el cuy, lo que contribuye con el ecosistema y garantiza la frescura de los insumos. No conforme con esa meta, apuesta también por el zero waste, es decir, el uso íntegro de los ingredientes para evitar desperdicios. Como ejemplo, la espuma de cebolla, que utiliza no solo el vegetal sino también su cáscara, con un resultado increíble.
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La carta de La Locanda: sabores compartidos
Su nueva carta se siente como un puente entre el Mediterráneo y el Perú. Hay técnica, claro. Pero también intuición, riesgo medido y, sobre todo, respeto por el producto.
La cena comienza con una Espuma de sopa de cebolla. Cremosa, ligera, pero llena de sabor. Hecha con sifón, queso Gruyère y sal de cebolla. Cada ingrediente del plato original aparece destacado en la espuma suave y envolvente, en una presentación creativa: viene en una taza de café y nos recuerda a un capuchino.
Luego, probamos un Atún a la plancha, sellado, que lleva al límite lo permitido: marcado a la plancha, previamente curado en salmuera, viene acompañado de una brûlée de mango, sobre un consomé de almejas clarificado y una emulsión de eneldo que le da un sabor muy característico. La intensidad del consomé, el frescor del atún, el aroma del eneldo y el dulce del mango se integran con precisión.
El arroz meloso con gamba nos lleva a los arroces de la costa catalana: suelto, sabroso, con ese punto jugoso que solo se logra con paciencia. Tiene esa costra tostada que se forma en el fondo —el socarrat, o como decimos los peruanos, el concolón—: caramelizada, con sabor profundo y textura crujiente. Sin duda, la mejor parte del plato.
El lenguado, ligero y elegante, se sirve debajo de una espuma de tomate que resalta por su delicadeza. Pero el plato que más sorprende es uno inesperado: el cuy crujiente mediterráneo. Un mestizaje bien resuelto que, sin querer fusionar nada, logra un extraordinario encuentro de dos mundos. El cuy, de carne tierna y piel crocante, se acompaña de una salsa romesco –originaria de Tarragona– hecha con pimientos, frutos secos y aceite de oliva. Una combinación precisa y sabrosa.
El solomillo de cerdo se presenta al estilo Wellington, con una farsa de hongos, espinaca y costra de papa. En lugar de estar envuelto en masa hojaldrada, como en la receta clásica, lo cubre la propia piel de cerdo, crocante y sabrosa. Acompaña un puré de camote con avellanas y una reducción de balsámico que acentúa los sabores.
Y para terminar, los postres, a cargo de la chef pastelera Susana Chávez, que entiende que el cierre debe ser tan sutil como satisfactorio. Su versión del clásico tiramisú es delicada y sorprendente: una esfera de mousse de queso mascarpone envuelve un bizcocho húmedo, coronado con una reducción de café y vino marsala. Una reinvención que, sin alterar los ingredientes originales, entrega un postre distinto y elegante. El coco y piña, por su parte, es una bocanada tropical que limpia el paladar sin empalagar, con texturas de ambas frutas y un sorbete de piña colada. Dos grandes finales para una gran cena.
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Hay que resaltar su carta de vinos, con más de cien etiquetas cuidadosamente seleccionadas, llena la cava de La Locanda y está lista para maridar sin imponerse.
La propuesta del chef Juan López es una interpretación fresca de la cocina mediterránea contemporánea, con un despliegue de técnica que asombra a cada bocado. Aquí la sorpresa es una constante. Ya sea por su habilidad para convertir sabores familiares en experiencias nuevas, por las acertadas combinaciones de ingredientes y texturas que dialogan en cada plato o su capacidad para reinventar clásicos —rescatando lo esencial de cada receta y llevándola al presente con creatividad. Cada servicio es una invitación a redescubrir la cocina mediterránea desde una mirada personal e innovadora.